La Palabra me dice
¿Cómo puede darse esta transformación? Los discípulos pasan a ser y a sentirse, verdaderamente, muy distintos; pasan a ser “otros”. La pascua los hace “nuevos”. Llenos de paz, éstos que eran miedosos. Enviados, éstos que estaban encerrados. Reconciliadores, éstos que fueron maltratados casi como secta herética por los judíos. Con autoridad de juzgar y retener pecados, éstos que eran juzgados y tenidos por débiles. Sí, la comunión con el Señor Resucitado renueva, reconfigura a personas y comunidades… En mi propia vida, experimento estas dos versiones de mí mismo y de las comunidades donde viví: versión “encerrados, amargados, terminales” o versión “jóvenes de corazón, misioneros creativos, esperanzados”; y noto que no se trata de “estados de ánimo” ni de promedios de edad, sino de “situaciones existenciales” y “diseños de vida” donde se da la primacía (o no…) a Jesús vivo en la vida cotidiana, el estilo de oración, y las opciones pastorales. Como salesiano, capto que sólo viviendo y orando con los jóvenes, fluye esta experiencia de presencia viva y vivificante. A Tomás le cuesta creer la impensada continuidad entre esa “aparición misteriosa” y el Jesús torturado y muerto (última versión constatada por él de su Maestro). El texto proclama precisamente esta continuidad (casi una “ley de toda pascua”): el Resucitado es el Crucificado. Por eso, a Tomás le falta no tanto la verificación sensorial, cuanto la hermenéutica pascual: la Muerte martirial del Servidor-Cordero es la única que valida un Mesianismo victorioso; la Resurrección sí podía ser “esperable” (para un buen intérprete en las Escrituras) en un Muerto así. La bienaventuranza del que cree sin ver me produce el escozor de ser “abismado” por Cristo a practicar una fe callada, “ciega”, a oscuras, de santo o de místico, no milagrera, desnudamente pendiente de una Palabra rica en memoria y promesas más que de “pruebas palpables hoy”. Registro por eso, con dolor e incomodidad, mis pragmatismos, mi tendencia a sobrerrazonar más que a abandonarme, mi apego a las seguridades de lo constatable y el ambiente (incluso pastoral) que me rodea, que “ya mismo” cree poder verificar todo si “ya mismo” se puede contar su número… Constato que la fe es una virtud asediada por estas mentalidades que me influyen. ¿Será por eso que a falta de fe y exceso de cálculo, tenemos a veces tan pocos sueños, corremos tan pocos riesgos, y movemos tan pocas montañas? ¿Será por eso que entre nosotros obran milagros pastorales, en cambio, los que muchas veces son tenidos por menos… personas cuya única fortaleza es su extrema, tozudamente extrema fe?
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